En el gran salón de los nombres ilustres de la música clásica, resuena con fuerza el apellido Mendelssohn. Felix, claro. Prodigio, elegante, respetado. Pero en esa misma casa —literalmente en la misma casa— vivió una mente tan brillante que, de no haber sido mujer, habría dejado su rúbrica en la partitura de la historia con tinta indeleble. Se llamaba Fanny. Fanny Mendelssohn. Y fue, en muchos aspectos, un genio oculto en la sombra de un apellido que sonaba mejor en voz masculina.
La suya no es una historia de talento frustrado —eso sería una injusticia—, sino de talento silenciado. Que no es lo mismo, pero es igual de cruel.
Nacida en Hamburgo en 1805, Fanny fue la mayor de los hermanos Mendelssohn. Como su hermano Felix, recibió una educación musical esmerada, cortesía de una familia judía ilustrada (y posteriormente cristianizada) con recursos y ambición cultural. El padre, Abraham Mendelssohn, animaba a sus hijos a sobresalir... aunque con una nota a pie de página no tan sutil dirigida a su hija: “La música podrá convertirse en la profesión de Felix, para ti, será siempre un adorno.”
Un adorno. Como si Fanny fuera una lámpara veneciana: hermosa, cara, pero destinada a permanecer en el rincón del salón. No a iluminar teatros enteros.
Y sin embargo, su talento era incuestionable. Tocaba el piano con una maestría que dejó pasmado a Carl Zelter, el severo maestro de música que también enseñó a Felix. Él mismo llegó a decir: “Ella toca como un hombre.” Una frase que hoy suena a piropo mohoso, pero que entonces pretendía ser un cumplido de alta gama.
Fanny compuso más de 450 obras. Entre ellas, canciones, piezas para piano, cantatas y hasta una obertura para orquesta. Algunas tan sofisticadas que, en un giro digno de una ópera de enredos, fueron publicadas... ¡bajo el nombre de su hermano!
Sí, han leído bien. Algunas piezas de Fanny circularon por los salones vieneses y prusianos con la firma de Felix. El propio hermano admitió que no todas las obras que llevaban su nombre eran suyas. Pero eso sí: tampoco se desvivió por aclararlo.
¿Fue por protegerla del escarnio social que implicaba una mujer compositora? ¿O fue un acto inconsciente de fraternal vampirismo musical? Nunca lo sabremos del todo. Lo que sí está claro es que Felix —el hermano querido, el protegido del establishment musical— la admiraba profundamente. Pero incluso él, el más moderno de su época en tantas cosas, no pudo romper del todo las cadenas del “deber femenino”.
Aquí se dibuja la paradoja más cruel: Fanny, que componía con el alma, debía fingir que solo tocaba por entretenimiento. Mientras tanto, su hermano, con acceso pleno a los círculos artísticos y editoriales, construía su legado en vida.
Pero la ironía no se detiene ahí: en muchas cartas, Felix pedía la opinión de Fanny sobre sus obras, la consultaba como una editora silenciosa, una musa que también era correctora de estilo, oráculo armónico y crítica implacable. Y ella, generosa hasta la médula, respondía con sugerencias, entusiasmo, admiración.
Es decir: el genio oficial se alimentaba del genio clandestino.
A los 41 años, Fanny murió de un derrame cerebral mientras ensayaba una de sus propias obras. Fue entonces, demasiado tarde, cuando Felix entendió el abismo de su pérdida. Comenzó a rendirle tributo de forma explícita, incluso publicó algunas de sus composiciones. Pero ya era tarde. Tarde para ella, para él… y para nosotros.
Él mismo moriría apenas seis meses después. Como si el corazón, de pronto, no encontrara el compás sin esa armonía secreta que lo acompañó desde la infancia.
Hoy, la historia comienza a afinar el oído. En los últimos años, la música de Fanny Mendelssohn ha resurgido en conciertos, grabaciones y estudios. Su Obertura en do mayor, sus Lieder, sus piezas para piano... obras que no suenan a "hermana de", sino a compositora plena, compleja y brillante.
Su vida es una partitura con tachaduras, con frases borradas por la censura de género, pero también con momentos de belleza luminosa. Como un adagio que, a pesar del silencio impuesto, sigue resonando.
Porque al final, el verdadero genio no siempre es el que firma la obra. A veces, es quien la escribe sin permiso. Como Fanny, que no fue un adorno. Fue la melodía que nunca debió esconderse.
¿Y si el apellido Mendelssohn hubiese sido, desde el principio, el de ella? Tal vez hoy estudiaríamos a Felix como “el hermano de Fanny”. Y no estaría mal. Justicia poética, aunque con dos siglos de retraso.
Fanny Mendelssohn no necesita más homenajes silenciosos. Necesita ser escuchada.
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