En la aristocrática Francia del siglo XVIII, donde las pelucas eran más altas que las aspiraciones de igualdad, un mulato caribeño de sonrisa feroz y oído absoluto se atrevió a desafiar el orden natural del privilegio europeo. Su nombre: Joseph Bologne, Chevalier de Saint-Georges. Músico prodigioso, esgrimista invencible, general revolucionario y, para colmo, más guapo que la vanidad de Luis XVI. Su existencia fue tan extraordinaria que la historia, desconcertada, prefirió arrinconarlo en una nota al pie. Porque cuando un hombre negro supera al mismísimo Mozart en su propio juego, el relato oficial tiembla de inseguridad.
Saint-Georges nació en 1745 en la colonia francesa de Guadalupe, fruto de una relación prohibida entre un rico plantador blanco y una esclava senegalesa. No era, en principio, el perfil ideal para triunfar en los salones dorados de París. Pero la vida —caprichosa como una fuga de Bach— decidió afinarlo con un don inusual: talento desbordante y un carisma que cortaba el aire.
A los siete años ya estaba en Francia, educado como noble pese al color de su piel. Aprendió esgrima con tal destreza que a los veinte era campeón de Francia. Sus duelos eran tan precisos que parecían coreografiados por el mismo Apolo. Y como si eso no bastara, decidió conquistar otro templo de los dioses blancos: la música clásica.
En 1778, Mozart —que aún era más promesa que gloria— llegó a París con la esperanza de hacerse notar. Allí se encontró con un problema: Saint-Georges ya era una celebridad. No solo dirigía la mejor orquesta de la ciudad, sino que componía sinfonías y conciertos con una soltura que hacía palidecer a los vieneses.
¿Coincidencia o celos? Años después, Mozart escribiría su Don Giovanni, donde aparece un personaje siniestro, una especie de demonio burlón, de piel oscura y movimientos felinos: el sirviente Leporello. Algunos musicólogos insinúan que esa caricatura era una venganza simbólica. No hay pruebas definitivas, pero la sombra del Chevalier parece rondar entre las partituras.
Porque, admitámoslo: en una época donde los esclavos eran propiedad y los músicos negros, rarezas de feria, un compositor mulato que escribía óperas para la realeza era un escándalo silencioso. Y Mozart, con todo su genio, no era inmune a la envidia.
Saint-Georges no solo fue un artista: también fue revolucionario. Luchó por la abolición de la esclavitud y dirigió un regimiento de soldados negros durante la Revolución Francesa. Es decir, mientras algunos compositores afinaban cuartetos en salones dorados, él empuñaba la espada por la libertad. Y eso, para la historia oficial, fue demasiado.
Tras su muerte en 1799, su música cayó en el olvido. No por su calidad —que hoy resucita en grabaciones vibrantes—, sino porque el relato europeo no supo cómo encajarlo. Un negro virtuoso, elegante, líder y compositor era, sencillamente, una disonancia que no podían armonizar.
Hoy, mientras orquestas de todo el mundo redescubren sus obras, Joseph Bologne, Chevalier de Saint-Georges, resucita como un acorde mayor en medio de un siglo desafinado. Su historia es un recordatorio incómodo: que el talento no entiende de razas, pero la historia sí.
Y tal vez —solo tal vez— la pregunta más punzante sea esta:
¿cuántos genios hemos olvidado simplemente porque su piel no era blanca ni su apellido europeo?
El Chevalier no fue solo el “rival negro de Mozart”. Fue, en muchos aspectos, su espejo invertido: el mismo genio, otra historia. Pero a diferencia del salzburgués inmortal, a Saint-Georges le tocó nacer en una partitura manchada por el prejuicio. Y aun así, tocó. Con fuerza. Con belleza. Con dignidad.
Como si supiera que el verdadero arte, tarde o temprano, encuentra el modo de ser escuchado.
La historia de Saint-Georges no es solo una anécdota brillante: es un acto de justicia pedagógica.
Haz que su música, su lucha y su legado lleguen a quienes más lo necesitan: los estudiantes.
Llévalo al aula. Y deja que la historia suene distinta.